Cada 1 de noviembre, el municipio de Tonacatepeque, en San Salvador, se llena de color, música y misticismo con la celebración de La Calabiuza, una de las tradiciones más representativas de El Salvador. Esta festividad, nacida como una forma de preservar la identidad cultural, se realiza en la víspera del Día de los Difuntos y es considerada la respuesta salvadoreña al Halloween extranjero.
La Calabiuza destaca por su ambiente festivo y su profundo valor cultural. Durante la noche, las calles del municipio se iluminan con antorchas y calabazas talladas, mientras cientos de jóvenes y adultos desfilan disfrazados de los personajes más emblemáticos del folclore nacional: La Siguanaba, El Cipitío, El Cadejo, La Llorona y El Diablo. Cada uno de ellos representa una historia ancestral transmitida de generación en generación.
Más que una celebración, La Calabiuza simboliza la resistencia cultural frente a la globalización de costumbres foráneas. En lugar de dulces o disfraces comerciales, los salvadoreños honran sus raíces con manifestaciones artísticas, dramatizaciones y música popular. Además, los habitantes elaboran figuras y faroles hechos de calabaza —de donde proviene el nombre de la festividad—, que iluminan el recorrido de los desfiles nocturnos.
El evento reúne a familias enteras y atrae a visitantes nacionales y extranjeros que buscan conocer las tradiciones del país. Con el paso de los años, La Calabiuza se ha consolidado como una expresión viva del folclore salvadoreño y una oportunidad para fortalecer el orgullo por las raíces indígenas y populares.
Celebrar La Calabiuza es, en definitiva, mantener viva la memoria cultural de El Salvador y recordar que las leyendas no mueren, sino que se transforman con cada generación que las cuenta.

 
                                
                              
		