Escrito por Alex Lobato
Durante décadas, El Salvador fue sinónimo de dolor, miedo e incertidumbre. Un país pequeño, herido por la violencia, donde salir de casa era una apuesta contra la muerte y donde la esperanza parecía un lujo reservado para unos pocos. Vivimos años en los que el sonido de las balas marcaba el ritmo de la vida diaria, en los que una mirada mal interpretada o el simple hecho de cruzar una calle equivocada podía convertirse en sentencia de muerte. Éramos una nación secuestrada por el terror, condenada a sobrevivir en silencio.
Ese era el El Salvador que muchos conocieron, el que aparecía en los noticieros internacionales como ejemplo de fracaso, el que se acostumbró a enterrar a sus jóvenes y a normalizar el miedo. Un país donde la gente no soñaba con prosperar, sino con llegar viva a casa. Y sin embargo, algo cambió. Algo profundo, decisivo, irreversible.
La historia comenzó a escribirse de nuevo en 2019, cuando llegó al poder un liderazgo que se atrevió a desafiar lo que por décadas se consideró “imposible”. Con la implementación del Plan Control Territorial, el Estado dejó de ser espectador y asumió su responsabilidad de proteger a los ciudadanos. No fue un discurso bonito ni una promesa vacía; fue una decisión firme que devolvió la autoridad al Estado y la esperanza a la gente.
El resultado es innegable. El Salvador pasó de ser uno de los países más violentos del mundo a convertirse en el más seguro del hemisferio occidental. Más de 1,100 días sin homicidios no son una casualidad ni una cifra maquillada: son la prueba de que cuando se gobierna con determinación, la realidad cambia. Las calles hoy tienen vida, los parques vuelven a llenarse, los negocios florecen y las familias recuperan algo que durante años les fue arrebatado: la tranquilidad.
Pero este renacer no se limita a la seguridad. La transformación ha sido integral. La estabilidad ha permitido que la economía comience a caminar con paso firme. El crecimiento del Producto Interno Bruto, que alcanzó un 5.1%, refleja una economía que despierta, que atrae inversión y que empieza a generar oportunidades reales para su gente. El Fondo Monetario Internacional ha reconocido este avance, destacando el fortalecimiento fiscal, la reducción del déficit y la expansión del gasto social. Son datos, no discursos; hechos, no promesas.
El Salvador hoy es observado con respeto. Ya no como un país condenado, sino como un ejemplo de cómo la voluntad política puede cambiar el rumbo de una nación. Mientras algunos critican desde la comodidad del escepticismo, millones de salvadoreños viven una realidad distinta: calles seguras, comercios abiertos, turismo en crecimiento y un futuro que, por primera vez en décadas, se puede planear.
Por supuesto, hay quienes se resisten a aceptar este cambio. Es comprensible: reconocer el avance implica admitir que durante años se falló, que se normalizó el caos y que se le negó al pueblo el derecho a vivir en paz. Pero la historia no se escribe con nostalgia ni con discursos vacíos; se escribe con resultados.
Hoy El Salvador se levanta con dignidad. No perfecto, pero firme. No acabado, pero encaminado. Un país que dejó de sobrevivir para empezar a vivir. Un país que entendió que la paz no es un privilegio, sino un derecho. Y que cuando el Estado decide proteger a su gente, todo es posible.
El Salvador despertó. Y esta vez, no piensa volver a dormir.
