El Salvador pasó demasiados años hablando de dolor. Años en los que las portadas eran cementerios de tinta, disputándose cuál mostraba el titular más crudo, el número más alto de asesinatos o la tragedia más desgarradora. Durante décadas, vivimos en un país donde la vida se narraba entre balas, extorsiones y despedidas prematuras. Una guerra silenciosa —pero sangrienta— que se llevó a miles de salvadoreños honrados: niños, jóvenes con un futuro prometedor, madres, padres, abuelos… familias enteras que crecieron bajo el flagelo de las pandillas y la desesperanza.
Esa oscuridad cotidiana no solo arrebató vidas, también robó sueños. Truncó talentos, congeló proyectos de vida, fracturó comunidades y dejó al país sumergido en un duelo constante. Sin embargo, contra todo pronóstico, esa no fue la última palabra.
Hoy El Salvador escribe un nuevo capítulo. Y lo hace con tinta de esperanza.
Desde la llegada del Presidente Nayib Bukele se ha iniciado un proceso que, guste o no en el plano político, ha dejado un resultado innegable en el plano humano: por primera vez en nuestra historia contemporánea, los salvadoreños pueden caminar en paz. Las calles que antes inspiraban miedo hoy inspiran libertad. Los parques volvieron a ser de los niños, los barrios recuperaron su pulso natural, y el país comenzó a reconocerse a sí mismo sin cadenas ni sombras.
Esta transformación ha sido tan profunda que incluso la labor periodística está experimentando su propia renovación. Durante décadas, el periodismo cargó con la responsabilidad —y el peso— de documentar la tragedia nacional. Contar la violencia era una obligación ética y muchos de ellos abusaron y sacaron lucro, pero también fue otra herida diaria. Sin embargo, en este nuevo contexto, el periodismo tiene la oportunidad de ser constructor, no solo testigo.
La paz, como concepto, no se sostiene únicamente con acciones políticas o decisiones de Estado. La paz también se cultiva desde la palabra. Desde el oficio de informar con responsabilidad, con equilibrio y con una visión que no solo denuncie lo que está mal, sino que también ilumine lo que está bien. Un periodismo que no romantice el pasado, pero tampoco se limite a vivir de él; que reconstruya valores, que eduque, que inspire, que proteja lo que hoy hemos logrado como sociedad.
Porque la paz no es solo ausencia de violencia, es presencia de oportunidades, de convivencia, de respeto mutuo. Y el periodismo puede —y debe— ser un puente hacia esa ciudadanía más consciente, más crítica y más comprometida con mantener este nuevo El Salvador que ha costado tanto levantar.
Hoy, nuestro país ya no es aquel territorio que se contaba en muertos. Es un país que empieza a contarse en vida, en proyectos, en sueños recuperados. La tinta ya no tiene por qué ser roja. Puede ser azul, puede ser verde, puede ser luminosa.
Y esa es, quizá, la mayor victoria: que por fin podemos escribir un futuro sin miedo. Un futuro donde la palabra también sea paz.
